El fariseo y el publicano
XXX Domingo,
Tiempo Ordinario, Ciclo C
Eclesiástico
(Sirácide) 35, 15b-17. 20-22a
Salmo 33, 2-3.
17-18. 19 y 23
2 Timoteo 4,
6-8. 16-18
Lucas 18, 9-14
Borrador de una homilía
Hoy hemos
escuchado la parábola famosa del fariseo y el publicano. El fariseo de pie y el
publicano agachándose. No queremos ser como el fariseo. Pero, ¡cuidado!
Tan
fácilmente juzgamos a los demás: “Yo
no soy como el fariseo”.
Promoviéndome a mí mismo, soy otro fariseo, y sentimos agradecidos que no somos
como él.
El
fariseo no da gracias por lo que Dios ha hecho en él – como Pablo hace, sino su
oración es una alabanza de sí mismo y de todo lo que él había hecho.
Alabándose
a sí mismo, no hay espacio por Dios.
Cuando
nos llenamos de nosotros mismos, no hay espacio para Dios. Cuando pensamos más
de nosotros y nuestras capacidades y virtudes, no hay espacio para Dios. Cuando
menospreciamos a un pobre o marginado, no hay espacio para Dios.
Jesús
nos pone el ejemplo del publicano, un hombre despreciado por el pueblo judío.
“El
publicano, por el contrario, solo acierta a decir: ‘¡Oh Dios! Ten compasión
de este pecador’. Este hombre reconoce
humildemente su pecado. No se puede gloriar de su vida. Se encomienda a la
compasión de Dios. No se compara con nadie. No juzga a los demás. Vive en
verdad ante sí mismo y ante Dios”. (José
Antonio Pagola)
“¿Rezando como el
publicano, reconocemos que todo bien viene de Dios y necesitamos de la
misericordia de Dios? ¿Reconocemos que somos pecadores, imperfectos, necesitando
la misericordia de Dios?”
(Mark Stroebel)
La
oración del publicano es sencillo - “Dios
mío, apiádate de mí, que soy un pecador”. ¿Rezamos
que Dios nos llene con su misericordia para que podamos compartir su
misericordia desbordante con los demás?
Y,
reconociendo que necesitamos la misericordia de Dios, podemos vivir como Dios.
La lectura de Eclesiástico nos revela la naturaleza de Dios: un Dios que
escucha los gritos de los pobres y desamparados.
“Él no
menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido”.
“Quien sirve a Dios con
todo su corazón es oído y su plegaria llega hasta el cielo. La oración del
humilde atraviesa las nubes, y mientras él no obtiene lo que pide, permanece
sin descanso y no desiste, hasta que el Altísimo lo atiende y el justo juez le
hace justicia”.
Debemos
recordar, entonces, la bondad, la justicia de Dios, no la nuestra. Este es la
verdadera humildad.