Borrador de una Homilía
Eclesiástico 50,1-3. 7
Sal. 15,1-2a. 5. 7-8. 11
Gálatas 6, 14-18
Mateo 11, 25-30
Muchas veces miramos a San Francisco en una manera muy sentimental, no
tomando en cuenta que era un hombre de carne y hueso, como nosotros.
Algo pasó con Francisco, tal vez una depresión. Después de otro atento de
ir en batalla, el regresó a la casa. Andaban en las calles y el campo, buscando
sanación.
Dos sucesos le ayudaron encontrar su misión, su sentido de vida.
Francisco, como la mayoría de gente de su tiempo, tenía un gran temor de
los leprosos, que vivían, marginados, afuera de la ciudad. Un día le encontró a
un leproso, y movido por el Espíritu, lo abrazó.
Él escribió en su testamento:
“…como estaba en pecados, me parecía
extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo
entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los
mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y
del cuerpo…”
Por la gracia de Dios, pudo ver la humanidad del otro. La sabiduría de Dios
le fue revelado en la cara de un leproso. Le reconoció Cristo en los marginados
y comenzó a ayudarlos.
También, él visitaba las iglesias alrededor de Asís, muchas arruinadas. Un
día, en la iglesia de San Damián, antes de la cruz, él escucho a Jesús llamándole.
“Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda,
pues, y repárala”.
Mirando a su alrededor, vio las ruinas de la iglesia y comenzó a repararla.
Como se dice en el libro de Eclesiástico, “en su tiempo se reparó el templo”.
Trabajando con sus propios manos de reparar la iglesia y atendiendo a los
leprosos, él recubrió la salud y encontró su misión. Porque entre poco comenzó
a proclamar el evangelio no solamente por sus hechos, sino también por sus
palabras.
Hay mucho más que podemos contar sobre
la vida de San Francisco – incluyendo la manera en que trataba de identificar
con los despreciados de su tiempo y sus esfuerzos para sembrar la paz y la
reconciliación.
Pero es importante recordar que el encuentro con Jesús crucificado es la
clave de su vida, y pudo decir, como San Pablo, “No permita Dios que yo me
gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el
mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”.
Francisco vivía como Jesús, hasta el punto de llevar las llagas de Jesús
crucificado en su propio cuerpo. Como Pablo dijo, “llevo en mi cuerpo las
marcas de Jesús”.
Por eso, él vivía como un pobre, identificándose con ellos, como Cristo se había
identificado con los pobres. Como Francisco escribió en su carta a todos los
fieles,
La venida al mundo del Verbo del Padre, tan digno,
tan santo y tan glorioso, fue anunciada por el Padre altísimo, por boca de su
santo arcángel Gabriel, a la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno
recibió una auténtica naturaleza humana, frágil como la nuestra. Él, siendo
rico sobre toda ponderación, quiso elegir la pobreza, junto con su santísima
madre.
Para Francisco el camino con Jesús necesita un camino abajo, despojándonos de
todo afán de poder, dinero, place. Como escuchamos en el evangelio,
Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a
la gente sencilla.
Entonces, celebrando la fiesta de San Francisco, debemos pedirle a Dios, la
gracia de ser siervos del Señor y a los demás, especialmente a los pobres – despojándonos
de nosotros mismos, como Cristo (Filipenses 2, 6), tomando condición de
esclavo, de servidor.
Y, por eso, podemos rezar la oración de San Francisco antes del crucifijo:
¡Oh alto y glorioso Dios!
Ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame me fe recta, caridad perfecta y
humildad profunda,
sentido y conocimiento, Señor,
para que cumpla tu santo y verdadero
mandamiento.
Amén.
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