Sunday, October 27, 2019

Necesitamos de la misericordia de Dios


El fariseo y el publicano

XXX Domingo, Tiempo Ordinario, Ciclo C
      Eclesiástico (Sirácide) 35, 15b-17. 20-22a
      Salmo 33, 2-3. 17-18. 19 y 23
      2 Timoteo 4, 6-8. 16-18
      Lucas 18, 9-14
Borrador de una homilía


Hoy hemos escuchado la parábola famosa del fariseo y el publicano. El fariseo de pie y el publicano agachándose. No queremos ser como el fariseo. Pero, ¡cuidado!

Tan fácilmente juzgamos a los demás: Yo no soy como el fariseo. Promoviéndome a mí mismo, soy otro fariseo, y sentimos agradecidos que no somos como él.

El fariseo no da gracias por lo que Dios ha hecho en él – como Pablo hace, sino su oración es una alabanza de sí mismo y de todo lo que él había hecho.

Alabándose a sí mismo, no hay espacio por Dios.

Cuando nos llenamos de nosotros mismos, no hay espacio para Dios. Cuando pensamos más de nosotros y nuestras capacidades y virtudes, no hay espacio para Dios. Cuando menospreciamos a un pobre o marginado, no hay espacio para Dios.

Jesús nos pone el ejemplo del publicano, un hombre despreciado por el pueblo judío.

 El publicano, por el contrario, solo acierta a decir: ¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador. Este hombre reconoce humildemente su pecado. No se puede gloriar de su vida. Se encomienda a la compasión de Dios. No se compara con nadie. No juzga a los demás. Vive en verdad ante sí mismo y ante Dios. (José Antonio Pagola)

¿Rezando como el publicano, reconocemos que todo bien viene de Dios y necesitamos de la misericordia de Dios? ¿Reconocemos que somos pecadores, imperfectos, necesitando la misericordia de Dios? (Mark Stroebel)

La oración del publicano es sencillo - Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador. ¿Rezamos que Dios nos llene con su misericordia para que podamos compartir su misericordia desbordante con los demás?

Y, reconociendo que necesitamos la misericordia de Dios, podemos vivir como Dios. La lectura de Eclesiástico nos revela la naturaleza de Dios: un Dios que escucha los gritos de los pobres y desamparados.
      Él no menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido.
Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído y su plegaria llega hasta el cielo. La oración del humilde atraviesa las nubes, y mientras él no obtiene lo que pide, permanece sin descanso y no desiste, hasta que el Altísimo lo atiende y el justo juez le hace justicia.

Debemos recordar, entonces, la bondad, la justicia de Dios, no la nuestra. Este es la verdadera humildad.

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