La verdadera paz es un fuego
ardiente
Notas para una homilía
Domingo de la vigésima semana del tiempo ordinario
Ciclo C
Jeremías 38, 4-6. 8-10
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53
“¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división.”
La Paz verdadera
no es igual a la tranquilidad. Hay un lugar donde hay mucha paz, mucha tranquilidad
– el cementerio. Pero, no es un lugar de vida – sino de los muertos.
A veces
encontramos comunidades, familias, que aparecen tranquilas – pero, debajo de la
tranquilidad hay violencia, abuso, desigualdad y más.
La verdadera paz
es fruto de la justicia, es fruto de la reconciliación. La verdadera paz no se
edificado sobre cimientos de injusticia, opresión, violencia.
Un profeta habla
la verdad porque tiene una visión clara de lo que Dios es. Por eso, el profeta perturba la paz falsa. Como decían los jefes del profeta Jeremías “desmoraliza
a los guerreros… y a todo el pueblo”.
Una religión de
falsos profetas no cuestiona los poderes, económicos, políticos, sociales,
religiosos. Promueva la pasividad y la obediencia ciega.
Cristo ha venido
para derrumbar la paz falsa, la paz basada en el pecado, en la injusticia – los
pecados encontrados en nuestras vidas, en nuestras comunidades.
Cristo no vino
para tranquilizar a la gente – como una droga, como una pastilla para dormir.
Cristo vino
como un fuego para “destruir tanta mentira, violencia e injusticia”. Un fuego
como él que animaba a los santos, como Monseñor Romero, a decir la verdad – no
le importaban las consecuencias. Un fuego como él que movió a Madre Teresa de
dejar al lado la seguridad del convento para atender a los descartados. Un
fuego como él que mueve padres y madres a cuidar a sus hijos, especialmente los
niños especiales. Un fuego que puede animar a un pueblo a proteger a los más
débiles entre ellos, a proteger la casa común, a pesar de las consecuencias.
Estamos rodeados de un gran nube de testigos que deben
animarnos a correr con constancia, siguiéndole al Reino de Dios, con nuestros
ojos fijos en Cristo – que se entregó para con nosotros hasta la muerte, para
mostrarnos el camino a Dios.
No debemos ser cristianos dormidos, pasivos – ni
cristianos tímidos y miedosos.
Debemos seguir como Jesús, recordando nuestros
antepasados en la fe que nos han mostrado que están dispuestos a arriesgarse
para seguirle a Cristo.
“Mediten,
pues, en el ejemplo de aquel que quiso sufrir tanta oposición de parte de los
pecadores, y no se cansen ni pierdan el ánimo, porque todavía no han llegado a
derramar su sangre en la lucha contra el pecado”.
No es fácil, pero recordemos la oración al Espíritu
Santo.
“Bendícenos, Espíritu Santo; enciende en nosotros el fuego de tu amor.”