Saturday, August 17, 2019

La verdadera paz


La verdadera paz es un fuego ardiente

Notas para una homilía
Domingo de la vigésima semana del tiempo ordinario
Ciclo C

Jeremías 38, 4-6. 8-10
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53

Todos queremos la paz. Por eso, es desconcertante lo que dice Jesús en el evangelio de hoy.
“¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división.” 
La Paz verdadera no es igual a la tranquilidad. Hay un lugar donde hay mucha paz, mucha tranquilidad – el cementerio. Pero, no es un lugar de vida – sino de los muertos.

A veces encontramos comunidades, familias, que aparecen tranquilas – pero, debajo de la tranquilidad hay violencia, abuso, desigualdad y más.

La verdadera paz es fruto de la justicia, es fruto de la reconciliación. La verdadera paz no se edificado sobre cimientos de injusticia, opresión, violencia.

Un profeta habla la verdad porque tiene una visión clara de lo que Dios es. Por eso, el profeta perturba la paz falsa. Como decían los jefes del profeta Jeremías “desmoraliza a los guerreros… y a todo el pueblo”.

Una religión de falsos profetas no cuestiona los poderes, económicos, políticos, sociales, religiosos. Promueva la pasividad y la obediencia ciega.

Cristo ha venido para derrumbar la paz falsa, la paz basada en el pecado, en la injusticia – los pecados encontrados en nuestras vidas, en nuestras comunidades.

Cristo no vino para tranquilizar a la gente – como una droga, como una pastilla para dormir.

Cristo vino como un fuego para “destruir tanta mentira, violencia e injusticia”. Un fuego como él que animaba a los santos, como Monseñor Romero, a decir la verdad – no le importaban las consecuencias. Un fuego como él que movió a Madre Teresa de dejar al lado la seguridad del convento para atender a los descartados. Un fuego como él que mueve padres y madres a cuidar a sus hijos, especialmente los niños especiales. Un fuego que puede animar a un pueblo a proteger a los más débiles entre ellos, a proteger la casa común, a pesar de las consecuencias.

Estamos rodeados de un gran nube de testigos que deben animarnos a correr con constancia, siguiéndole al Reino de Dios, con nuestros ojos fijos en Cristo – que se entregó para con nosotros hasta la muerte, para mostrarnos el camino a Dios.

No debemos ser cristianos dormidos, pasivos – ni cristianos tímidos y miedosos.

Debemos seguir como Jesús, recordando nuestros antepasados en la fe que nos han mostrado que están dispuestos a arriesgarse para seguirle a Cristo.

Mediten, pues, en el ejemplo de aquel que quiso sufrir tanta opo­sición de parte de los pecadores, y no se cansen ni pierdan el ánimo, porque todavía no han llegado a derramar su sangre en la lucha contra el pecado”.

No es fácil, pero recordemos la oración al Espíritu Santo.
“Bendícenos, Espíritu Santo; enciende en nosotros el fuego de tu amor.”

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