Homilía Solemnidad de la Natividad del Señor
la misa de noche buena
Isaías 9, 1-3. 5-6; Tito 2, 11-14; Lucas 2, 1-14
Vivimos en tiempos de tinieblas: -tinieblas
personales, tinieblas en las familias, tinieblas en la comunidad, y, de veras,
en el país. A veces buscamos iluminar las tinieblas con las luces artificiales –
del árbol de la Navidad, de los grandes malles con sus luces y ofertas, de los
estadios, de los lugares de poder.
Todos buscamos luces en las tinieblas. El
pueblo Israel anhelaba un Mesías para vencer sus enemigos, para vindicarse,
para dominar y derrotar a sus enemigos.
Pero, Dios nos promete una luz diferente
“El pueblo que caminaba en tinieblas vio
una gran luz…”
Y Dios nos da una luz que no viene de los
palacios, sino de una cueva: “un niño nos ha nacido”, el príncipe de paz.
No es en mesías que viene para dominar,
para matar.
Sino es un niño
“tú quebrantaste su pesado yugo, la barra
que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano… Porque la bota que pisa con
estrépito y la capa empapada en sangre serán combustible, pasto del fuego”.
Es un Dios que viene pobre, entre los
pobres, para los pobres.
¿Quiénes fueron los que lo visitaban? Los pastores, los marginados hombres humildes,
abiertos a la salvación en un niño, anunciado por un ángel: “Se fueron, pues, a
toda prisa y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre”.
En su homilía de 24 de diciembre de 1978,
San Óscar Romero dijo:
Nadie podrá celebrar la Navidad auténtica si
no es pobre de verdad.
Los autosuficientes, los orgullosos,
los que desprecian a los demás porque todo
lo tienen,
los que no necesitan ni de Dios, para ésos
no habrá Navidad.
Sólo los pobres, los hambrientos,
los que tienen necesidad de que alguien
venga por ellos,
tendrán a ese alguien, y ese alguien es
Dios,
Emanuel, Dios-con-nosotros.
Sin pobreza de espíritu no puede haber
llenura de Dios.
Para entrar la Basílica de la Navidad en
Belén, tiene que agacharse, porque la puerta es muy bajita. Tenemos que dejar a
lado todo prepotencia, todo deseo de dominar, todo orgullo y, de veras, todo tipo
de pecado.
Más que todo, tenemos que arrodillarnos ante
un Dios, hecho carne, hecho pobre – y de su pobreza vivir con alegría – dando gloria
a Dios y abriéndonos a la paz que Dios-hecho-hombre nos trae, por “la
gracia de Dios se ha manifestado para salvar a todos”.
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